Podría decirse que este artículo de educar en la exigencia, viene de bastante atrás. Pero no deja de tener vigencia hoy en día.
Aunque no me remontaré a la infancia, como en otras ocasiones. Sí lo haré a mi etapa universitaria, aquella que te deja huella en tu constante búsqueda del ser adulto que llevas dentro. Principios de los 90, teniendo en mis manos un artículo sobre el premio Nobel de Literatura, Rudyard Kipling, y su visión de la vida, más concretamente sobre la ambición en vida. Subrayado me encontré lo siguiente: “Si le pides a un hombre más de lo que puede hacer, lo hará. Si solamente le pides lo que puede hacer, no hará nada”.
He de reconocer que, a primera vista, sentí cierta frustración por verme incapaz de asumir tal reto. ¿Quién no hubiera pensado de la misma manera? ¿Quién, con 20 años, está capacitado para echarse esa mochila a los hombros? Ahora bien, puedo decir años después, que me ha servido como punta de lanza para muchos de mis objetivos desde entonces. ¿Qué dijo realmente Kipling en esas dos sencillas frases? Sin duda es un canto a la exigencia, concepto que nunca estuvo tan denostado y tan poco apreciado socialmente como lo está siendo ahora.
Son ya casi 3 décadas dedicadas a formar personas, intentando educar en virtudes como objetivo prioritario. Actualmente cuesta creer que, una virtud como la de ser exigente ha pasado, en muchos y muy diferentes ámbitos, a ser irrelevante, incluso a ser considerada un defecto. Sencillamente, ¿qué habría sido de nuestros hijos, o de nosotros mismos, si no hubiéramos coincidido con esas personas exigentes que han ido modelando poco a poco nuestro carácter, nuestra conciencia, nuestra personalidad? Hagamos un esfuerzo en pensar en aquellas figuras relevantes que han marcado nuestras vidas. ¿Eran exigentes?
Cualquiera que trate de buscar información acerca de la palabra “exigencia” encontrará serias dificultades en atisbar algo positivo sobre el término. Estamos constantemente bombardeados por ideas que rebaten el vocablo y tan solo nos conducen al concepto, muchas veces mal utilizado, de “sobre exigencia”. Obviamente, el exceso, como ocurre con las horas de televisión o las reuniones de trabajo, es perjudicial. Pero, por supuesto que no hay que sobrepasar los límites de la exigencia, con mesura y sentido común, aunque tampoco podemos caer en lo que personalmente denomino “educación lastimera”, aquella que permite todo sin ningún tipo de orden ni consecuencias y da pie a un lamento constante en lo que supuestamente es un fracaso.
Como bien ha dicho Gregorio Luri: “hay que educar en la exigencia por la propia dignidad del alumno. No es que se le pida al alumno más de lo que puede dar de sí, pero sí todo lo que puede dar de sí.” Con ello, adaptamos las expectativas antes mencionadas de Kipling con ese sentido común que ha de caracterizar al buen padre, pero sin caer en esa relajación absurda de objetivos que solo devalúa y ofende la inteligencia de nuestros hijos. Aunque ellos quizás no lo sepan.
Educar en la exigencia es bueno. Muy bueno. Sin rodeos vanos. ¿Qué nos aporta, por lo tanto, esta forma de interpretar la educación?
- Pone en el foco el esfuerzo y la perseverancia, con un reconocimiento implícito a corto, medio o largo plazo. Perdura en el tiempo.
- Motiva a los hijos a sobreponerse a las dificultades. Fomenta la resilencia, esa capacidad desconocida por muchos para superar la adversidad.
- Hace crecer sus fortalezas e identifica sus debilidades. Un empujón al autoconocimiento.
- Ayuda a construir un modelo de vida, aquel que hace brillar, entre otras facetas, el rigor.
- Valora la calidad del trabajo, por encima de la cantidad.
No descubro nada nuevo si digo que el justo medio, como decía Aristóteles, es el lugar ideal. Pero siendo difícil encontrarlo, hay que intentarlo, puesto que en educación tenemos que ser valientes, generosos, templados y veraces. Y esto mismo lo podemos aplicar todos los que educamos. He aquí una serie de consejos para llevar a cabo una buena práctica del fomento de la exigencia en nuestros hijos:
- No hay que tener miedo a ser exigente. No se fracasa en el intento. Tan solo se aprende. Podemos ver como, muchas veces, vamos contracorriente. Pero con las ideas claras llegamos más lejos.
- Hay que decir NO en la vida. Sin medias tintas, sin rodeos. Y también decir SÍ. Con tintas completas. Nuestros hijos, fundamentalmente los adolescentes, disfrutan y son auténticos expertos en negociar con los adultos. Pero son estos últimos quienes tiene que hacer ver que el sí y el no existen. Por su bien.
- Liderando nosotros, los adultos, el mundo de la exigencia. Tenemos que dirigir las dificultades, aunque sean ellos los recolectores de su trabajo, sea bueno o malo.
- Reconociendo el esfuerzo, por encima de todo: educamos en positivo, con seriedad, pero con mucho cariño, que no contradice nuestra exigencia en el trabajo sino que lo apoya.
- Criticando si es necesario. Dícese (según la RAE) de “el análisis pormenorizado de algo y su consiguiente valoración según criterios”. ¿Alguien ve algo malo en ello? La crítica, constructiva, produce mucho bien entre las personas. Y más entre nuestros hijos, auténticas esponjas.
- Educando con mayúsculas: vamos a máximos, para no perder los mínimos. Educar en la exigencia conlleva responsabilidad y consecuencias. Sin tragedias griegas, por supuesto.
- Eso sí, por encima de todo, con mucha paciencia (léase mi artículo Educar en la paciencia) y grandes dosis de cariño. No tiene precio.
En resumen, nunca entenderé la educación sin ilusión, aunque tampoco sin exigencia. Triste es decirlo, no está de moda. Quizás porque tampoco lo están el esfuerzo, la perseverancia, la paciencia, la verdad, la belleza, etc… Especialmente todas esas verdades o creencias universales que nos han hecho llegar hasta aquí, pero que hoy en día están cuestionadas. Mi intención es exclusivamente la de provocar en ti, lector, una reflexión sobre si la exigencia te ha hecho mejor o peor persona. Pues se trata de eso, de ser buena persona. El resto es literatura. De la que escribiré otro día. Por cierto, con literatura cierro:
Un hombre muy rico encargó a un artista muy conocido una pintura:
-Me gustaría que hicieras para mí un cuadro de un pez.
– Está bien – dijo el artista – Dame un año y vuelve a por él.
Al cabo de un año, el hombre rico fue a casa del artista.
- ¿Terminaste mi obra? – le preguntó.
Entonces, el artista le pidió que se sentara y esperara un momento. Fue a buscar un lienzo desnudo y unas pinturas y, delante de él, comenzó a pintar el pez. El hombre rico miró estupefacto y esperó paciente a que el artista terminara. Cuando el pintor le tendió el lienzo con el pez, preguntó:
- ¡Me gusta! ¡Es precioso! Pero dime: ¿Por qué has tardado un año en pintarlo?
El artista no contestó, abrió la puerta de un armario que tenía cerca y de pronto cayeron al suelo mil pinturas de peces…
Fábula anónima.
Articulo de Fernando Martin Duran




